Érase una vez, hace muchos años, en la Tierra del Maíz, en el País
de las Nieves, en la ciudad del nuevo extremo… un hombre. Un hombre como
cualquiera. Un hombre con esposa, dos hijas, una casa pequeña y un Renault 4.
Al
hombre le decían Tito y era un hombre normal, pero tenía algunos atributos:
Tito
sonreía… Bueno, ustedes me dirán que eso lo hace todo hombre normal… Pero su
sonrisa se salía de lo común. Porque cada vez que Tito esbozaba el gesto amable
iluminaba rincones teñidos de angustia y se desempantanaban hermosas
remembranzas de la infancia. El sosiego retornaba al pecho y los sueños se
mantenían intactos como esperanzas ciertas.
Tito
fruncía el seño… Bueno también eso es algo que hace todo hombre normal… Pero en
él era distinto. Pues cuando su semblante se inquietaba, abría ojos y
conciencias… y entonces saltaban a la vista las injusticias y sinrazones más
aberrantes. Letra por letra quedaban
expuestos obscenos mercaderes, exterminadores de ilusiones, fratricidas y
cerdos uniformados y blindados.
Tito
decía, hablaba, conversaba, dialogaba… ¡Nada más normal!… A no ser que uno
tenga algún tipo de impedimento, esto es algo completamente corriente. Pero
cuando Tito decía era distinto… pues incontables se arrimaban a escuchar y a
amamantar el alma, el espíritu, el coraje, los sueños, con señales tiernas,
gratas, nobles, valientes. Todos solicitaban la amistad de Tito… y la obtenían.
Tito
cantaba… Bueno, eso es algo muchos hacen… pero es que cuando Tito cantaba: Tito
sonreía. Tito fruncía el seño. Tito decía… y todo lo que de el salía estaba
rematadamente preñado del más hondo e insondable amor.
Porque
Tito amaba… amaba a su esposa, amaba a sus hijas, amaba a su gente, Tito amaba y era amado por su pueblo.
Bueno,
pero eso también es normal. Cualquiera ama lo suyo.
Lo
que no es normal es que por amar y por cantar seas torturado, mutilado y
asesinado
Érase una vez, hace muchos años, en esta, la Tierra del Maíz (América),
en el País de las Nieves… el sur… en Chile, en Santiago del nuevo extremo… un
hombre al que le decían Tito y que se llamaba Víctor Jara. Un hombre como
cualquiera. Un hombre con esposa, dos hijas, una casa pequeña y un Renault 4.
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